Recuerdo aquella tarde capitalina en la agonía de mayo. El ocaso cedía poco a poco, confundiéndose con el manto taciturno de mi ciudad. Deambulando familiarmente en el occidente bogotano, esa noche los planes se decantaron por el séptimo arte, sucumbiendo ante uno de esos majestuosos templos cinematográficos que abundan en la capital.
Dentro de la pluralidad de actividades que son de mi preferencia, el cine, aunque sin considerarme un experto en la materia, es uno de ellos. Asimismo, tengo definidos mis gustos fílmicos; de entrada y tajantemente digo que las películas de horror, o de miedo –como se les quiera llamar-, no son para nada de mi preferencia. Sucede todo lo contrario con aquellas películas de carácter independiente, sea cual sea su procedencia, ya que son historias que sin contar con un capital exuberante, poseen un contenido majestuoso. No obstante, he encontrado muchas otras películas más comerciales, que de igual manera quedan retumbando en mi cabeza, bien sea por su impactante elaboración, el mensaje –que cada quien le otorga-, los parajes allí presentes, o por la gran capacidad actoral, que enaltecen ésta expresión artística del ser humano.
Así pues, aquella tarde, cuya figura daba perfectamente para denominarla como una naciente noche, la película escogida fue Retratos en un mar de mentiras, dirigida por el colombiano –bogotano, de igual talante- Carlos Gaviria.
En un principio, la idea de ver esa película poco me motivó, puesto que en varias ocasiones había visto la publicidad de ésta en la televisión nacional, vislumbrándose como un típico filme colombiano –salvo contadas excepciones-, es decir, de esos que se estructuran de principio a fin mediante la violencia, narrando en la mayoría de los casos la cotidianidad colombiana, como el tráfico de drogas, el conflicto armado, la trata de personas, la pobreza y el desplazamiento forzado, entre muchos otros factores que componen este bellísimo país, en donde la gente vive feliz –y si mal no recuerdo, alguna vez escuché que Colombia era el segundo país más feliz del mundo-, y esto último lo digo con una ironía colosal.
Es precisamente el desplazamiento forzado el eje central de la película vista aquella vez, la cual aún sigo rumeando –término netamente de Nietzsche- porque ésta problemática social, tan paupérrima, escalofriante, e indignante para cual ser humano, no es algo fácil de digerir.
Palabras de reconocimiento y halago, parecen desbordarse de mi boca sin un control aparente. ¡Ésta película es sencillamente admirable! A parte del reconocidísimo trabajo del director Gaviria, a éste trabajo fílmico se le suma la presencia actoral de Julián Román, un actor con un trabajo admirable. Empero, es la actriz revelación, Paola Baldion, quien descresta por su impecable trabajo protagónico en la cinta. De igual manera, el reparto actoral –y me excuso rotundamente porque no estoy familiarizado con los nombres, pero sé que son actores reconocidos y de un muy buen trabajo en la pantalla grande-, la música, las situaciones y los paisajes presentados hacen de ésta una película que se lleva la buena aceptación de aquellos que realmente buscan algo que valga la pena ver.
Desafortunadamente, dejaré de lado la congratulación, reemplazándola por lo que realmente me interesa tratar aquí.
Un abrumador silencio acompañó el final de los que nos hicimos presentes ante semejante proyección. Grandes bocanadas de aire e incontenibles suspiros, se hicieron presentes mientras bajaba los peldaños de la escalera de la sala de cine, que cada vez se hacían eternos. Cabizbajo ante la calidad fílmica y la triste realidad allí mostrada.
La historia, palabras más, palabras menos –apelando a la brevedad para no tergiversar o arruinar la película para aquellos que aún no la han visto-, comienza desde las laderas en el sur de la capital de la república, en los llamados ‘barrios de invasión’. Desde el comienzo se vislumbran fragmentos de nuestra realidad colombiana, mostrando la situación de indigencia –término que no es de mi total aprobación- y desempleo en la ciudad de Bogotá. Éste es tan sólo el comienzo de un viaje a través de la Colombia que uno nunca quisiera ver, la cual se conforma así por sus diversos problemas. Al final, el viaje concluye centrándose en el desplazamiento forzado, una de las problemáticas sociales más graves que enfrenta actualmente nuestro país, gracias a un conflicto armado que afecta indiscriminadamente a la nación colombiana.
El paramilitarismo, el ejército y los grupos guerrilleros alzados en armas, son los principales causantes del desplazamiento de la población civil en nuestro país, crudas historias que son el diario en el territorio nacional, y lo peor de todo es que nos hemos acostumbrado a esa inmutable realidad. De este modo, ante la infinidad de éstas historias de desplazamiento forzado en Colombia –una cifra que hoy en día se supera los 3’000.000 de personas que han sido víctimas del conflicto armado y por ende se han visto obligadas a abandonar sus procederes para seguir aferrados a ésta vida-, Retratos en un mar de mentiras narra una, tan sólo una de las millones de historias del diario vivir de una persona que ha sido no sólo desplazada en contra de su voluntad, también sus derechos han sido ultrajados, y muy seguramente tendrá una nueva vida desquebrajada por delante.
Después del recorrido cinematográfico aquí presentado, donde una realidad apabullante se ancla en un país altisonante, queda claro que lo que es aquí cotidiano produce mucho más terror que cualquier producción de la pantalla grande que sea de suspenso, horror o de miedo. No obstante, es mucho más horripilante la indiferencia ante este problema, gente como usted y como que, poco o nada hace por cambiar no sólo el destino de millones de personas, también el de una nación. Aún así, enaltezco las grandes excepciones de las organizaciones –gubernamentales o no- y personas que luchan día a día en pro de aquellos quienes fueron víctimas de uno de los más atroces crímenes que atentan el desarrollo de nuestra humanidad.
Postrado ya el texto, me encuentro mascullando las palabras que darán el fin a esto; Colombia, una película que sí da miedo.